En las sesiones que tengo con mis pacientes, no suelo utilizar conceptos teóricos pero el de “madre suficientemente buena” (de Winnicott, psiquiatra y pediatra) me resulta inevitable hablarlo con frecuencia, ya que cada vez son más las madres que vienen a verme con una carga de culpabilidad muy grande.
Y no es para menos dada la cantidad de información con la que contamos hoy día acerca de cómo influimos en nuestros hijos, y en su desarrollo emocional, cognitivo, físico y social. Es tal la responsabilidad que recae sobre las madres, que no es de extrañar que, en ocasiones, la culpa nos desborde. Por ello, la idea de ser una madre tan sólo suficientemente buena, me parece muy tranquilizadora, frente a la perfección hecha maternidad a la que se tienen que enfrentar muchas.
Algo en lo que suelo insistir, que veo que calma a más de una, es en que sepan un poco más acerca de la resiliencia y plasticidad emocional de sus hijos. Es importante tener en cuenta que los niños son plásticos, no solo a nivel cerebral sino también en temas emocionales. Con esto de plasticidad o ser resilientes, me refiero a la capacidad que tienen los niños de resistir y superar el efecto de situaciones difíciles que les afectan sin “romperse”. No por haber cometido un error con ellos, vamos a marcarles definitivamente de manera traumática dejando una huella imborrable en ellos. Siempre y cuando hagamos algo al respecto, claro está.
Por suerte, podemos pedir perdón y reparar nuestros fallos, explicándoles en qué nos hemos equivocado y qué hemos hecho mal respecto a ellos. En ocasiones puede parecer algo absurdo pedir perdón a un niño pequeño, y muchas madres dudan de que sus hijos lo entiendan, pero este perdón es realmente crucial. Porque solo así el niño logra liberarse de aquello que le acaba de caer, y no lo interpreta como una falta suya, que es lo que tiende a hacer la mayoría.
Un ejemplo muy típico que puede hacernos entender esto mejor: Estás en el parque con tu hijo y de pronto lo pierdes de vista por un momento. Tu miedo, en cuestión de segundos, te desborda y cuando vuelves a dar con él, lo primero que te sale es echarle una reprimenda porque se ha ido donde no debía. Está claro que aquí estamos actuando en base a nuestro estado interno, guiadas por la angustia, y no en función de lo que necesita ese niño. Y éste invariablemente lo interpreta como que se ha portado mal, y ha sido culpa suya, puesto que mamá está muy, pero que muy, enfadada con él…
Esta reacción instintiva que no podemos controlar resultaría mucho menos dañina para el niño, si acto seguido, le reconocemos que hemos reaccionado de manera desmedida porque sentíamos mucho miedo al no verle, pero que él no ha hecho nada malo. El ver que su madre se equivoca, pero que también recula y pide perdón, no solo libera al niño de muchas cosas que caen sobre él injustamente. Les resulta además muy educativo, tengan la edad que tengan, pues empiezan a ver que el error y la equivocación son una parte más de la condición humana.
Además, una madre teóricamente perfecta, que sacia todas y cada una de las demandas de su hijo, tampoco resulta la más adecuada. Porque estará generando en él dificultades en cuanto a la tolerancia a la frustración de la vida real, cuando tenga que salir de esa burbuja de perfección que poco tiene que ver con el mundo en el que vive…