El nacimiento de mi segunda hija llegó cargado de ilusión, pero también de dudas. Creo que es lo que trae la bimaternidad. En uno de esos ejercicios que hacemos los seres humanos para adaptarnos y prepararnos para el cambio irrumpen cuestiones que nos hacen proyectarnos en un futuro hipotético.
El embarazo pasaba demasiado deprisa mientras yo ponía atención a todo menos a la criatura que crecía en mi útero. Con otra bebé correteando a mi alrededor se me hacía difícil encontrar ese momento de contemplación para dedicarle atención plena al embarazo. Y con esto la culpa.
Pero la culpa no se quedó solo ahí:
¿Podría querer tanto a mi segunda bebé como a la primera?-. Y la culpa.
¿Podría dedicarle tanta atención como a su hermana mayor?-. Y la culpa.
¿Mantendría mi estilo de crianza, el respeto a sus ritmos, sería capaz?-. Y la culpa.
¿Se rompería el vínculo tan estrecho que había creado con mi hija mayor?-. Y la culpa.
¿Se sentiría mi hija mayor menos querida, desplazada?-. Y la culpa.
¿Había sido egoísta trayendo otro ser a este mundo cuando ya tenía otra tan pequeña?-. Y la culpa.
¿Sufriría mi ausencia mientras yo estaba en el hospital?-. Y la culpa.
Culpa, culpa, culpa. Por no llegar, por no saber si llegaría, por todo.
Entretanto, yo misma decidí preparar el parto. Por nada del mundo quería sufrir la violencia obstétrica que había atravesado en el primero. No creo que sea algo que dependa de una. Al menos no al 100%. Pero hice todo lo posible para llegar a ese momento con recursos, empoderada y emocionalmente lista.
Mi pequeña nació en un parto respetado, muy cercano a como yo había soñado. Sanó un poco más esa herida que aún estaba abierta. Estuvimos solas, las dos, 4 días en el hospital.
Sin embargo, la cuarta tarde de Clementina, el día en que tenía que volver a casa, lloré con la misma fuerza que llovía. Lloré, sin saberlo, porque ya no éramos Clementina y yo. De repente había más cosas que importaban: un alta que se retrasaba, una compañera de habitación en trabajo de parto, otra bebé que lloraba esperando a su madre que ahora maternaba a su nueva hermana, la placenta olvidada por la prisa de salir de allí, la inseguridad del primer viaje en coche, la incipiente flebitis de una vía mal puesta…
Lloré mares de lágrimas agridulces. Pero dormí, comí, seguí cuidando, me cuidaron, mi hija mayor me apapachó y me sentí renovada.
Tiempo después, especializándome en psicología perinatal, descubrí que aquello se llamaba baby blues.
Duró lo que duró la lluvia: tres días más. El puerperio se alargó muchos meses más.

Me habría gustado saber que el baby blues es un periodo de «tristeza» que aparece unos días después de dar a luz y que remite pasado otros tantos, como dos semanas después. Puede haber unas ganas irrefrenables de llorar, sentirse decaída, triste sin saber muy bien el motivo… Es importante saber diferenciarlo de la depresión posparto.
Y, sobre todo, abrazarlo.
Si algo he aprendido en la maternidad es a reconocer y abrazar mis propias emociones. La culpa sigue acompañando porque se esconde detrás de la almohada, pero ya sé que no la necesito.
No me esfuerzo en echarla, solo la dejo flotando en la inmensidad de mi ser. Porque ahora sé que viene impuesta con los mandatos de una sociedad que nos exige ser perfectas, abnegadas, sacrificadas; que viene con la herencia de que solo con el sufrimiento se alcanza el éxito. Yo ya no quiero esa carga para mí, ni ese ejemplo para mis hijas.
Ester López Turrillo
@mamajuana_banana
Acompañante en la maternidad, psicóloga perinatal y facilitadora de círculos.